Le
gustaba hablar de la vida, del futuro, de las vacaciones, de historias
viejas y tontas. Le gustaba pasar horas y horas divagando sobre todo y
sobre todos. Ya casi no la recuerdo, no podría definir su cara, su pelo o
su forma de cruzar las piernas.
Recuerdo que me gustaba cerrar
los ojos cuando ella abría la caja de Pandora y decidía liberar algunas
de sus historias. Era como un ritual, preparaba
el zumo, las galletas y se sentaba en una vieja mecedora que crujía en
los momentos justos, y yo la miraba embobada desde la cama, esperando
que algún día esos cuentos hablaran sobre mí.
Me hablaba de las
tardes plagadas de plomo, del asesinato de su padre, de su hermana
desaparecida, de una vecina a la que le hacía de niñera y un día llegué a
conocer en aquel mismo salón plagado de años de historia.
Me
hablaba del chocolate y el queso de los italianos, de las medias tintas,
de los buenos y de los malos y de los inocentes que fueron divididos en
bandos.
Ella se sentaba en aquel pequeño salón, pequeña,
enferma, pero siempre sonriente, esperándome con algún regalo que acabo
encargando por teléfono cuando ya no le quedaban fuerzas para salir de
casa. Supo encontrar pequeñas historias en las que los héroes y las
heroínas eran personas pequeñas. Ella, aunque luchando, se fue antes de
que yo estuviera preparada para escuchar su última historia.
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