Una persona detrás de un teclado, mil personajes y cientos de historias que pueden ser ciertas o no. ¿Quién soy o quién quiero ser? Ni siquiera yo puedo establecer el límite entre la ficción y la realidad con precisión, aunque la verdad es que tampoco quiero hacerlo.
No
lo sabes, es sencillamente eso. Aún no has sentido el calor de una
lágrima al resbalar, ni la frialdad que es capaz de transmitir una
sonrisa.
No te has reído del dolor acurrucada entre las
sábanas, ni has gritado un te quiero inoportuno. No has guardado
secretos inconfesables, ni has creado mentiras que sirven de airbag.
No
sabes como gritan los valientes, ni que es eso que callan frente al
paredón. No has escuchado esa canción que sin saberlo esta compuesta
para tí. No has perdido los estribos, no has saltado al vacío y ni
siquiera te has atrevido a ser realmente tú.
Todavía sigues
empeñada en demostrar esa teoría absurda de que con una copa en la mano
eres la hija del diablo, negandote a admitir que lo que realmente te
ocurre es que tienes demasiado miedo como para traspasar el limbo.
Todavía
estoy dispuesta a salir corriendo si tú me sigues, a dejar que me
arrastres a los peores zulos de la ciudad a base de tequila, mientras me
muero de ganas por taparte la boca y rompernos las sábanas.
Hoy
quiero bailar contigo hasta destrozarnos entre roces y copas de más,
perder el norte, los prejuicios y la cabeza. Perdernos en el inframundo,
buscarte a ciegas y saber que soy la única que puede hacerlo.
Acuérdate
bien de lo que prometiste, porque voy a rasgarte la piel en cada uno de
los antros de la ciudad, voy a romperte una y mil veces hasta estar
segura de que soy la única que puede recomponerte. Hoy voy a grabarte mi
nombre en la sangre.
Le
gustaba hablar de la vida, del futuro, de las vacaciones, de historias
viejas y tontas. Le gustaba pasar horas y horas divagando sobre todo y
sobre todos. Ya casi no la recuerdo, no podría definir su cara, su pelo o
su forma de cruzar las piernas.
Recuerdo que me gustaba cerrar
los ojos cuando ella abría la caja de Pandora y decidía liberar algunas
de sus historias. Era como un ritual, preparaba
el zumo, las galletas y se sentaba en una vieja mecedora que crujía en
los momentos justos, y yo la miraba embobada desde la cama, esperando
que algún día esos cuentos hablaran sobre mí.
Me hablaba de las
tardes plagadas de plomo, del asesinato de su padre, de su hermana
desaparecida, de una vecina a la que le hacía de niñera y un día llegué a
conocer en aquel mismo salón plagado de años de historia.
Me
hablaba del chocolate y el queso de los italianos, de las medias tintas,
de los buenos y de los malos y de los inocentes que fueron divididos en
bandos.
Ella se sentaba en aquel pequeño salón, pequeña,
enferma, pero siempre sonriente, esperándome con algún regalo que acabo
encargando por teléfono cuando ya no le quedaban fuerzas para salir de
casa. Supo encontrar pequeñas historias en las que los héroes y las
heroínas eran personas pequeñas. Ella, aunque luchando, se fue antes de
que yo estuviera preparada para escuchar su última historia.